Correr, escaparse,
evadir. Eso era lo único que conocía.
Su paranoia le había
llevado a recorrer lugares impensados para el adulto promedio.
En su cerebro, el
quedarse quieto equivalía a convertirse en un ser inmundo y mediocre.
Pero es que eso no era
su único motivo. Le perseguían, eso era un hecho.
Fue corriendo por
valles y montañas, el mismo cielo fue su límite.
Siempre que se creía
fuera de peligro, bastaba con mirar hacia atrás para descubrir su
equivocación, y otra vez comenzaba su
afanosa huida.
Con el cansancio propio
de los años y la mala vida producto de su estilo fugitivo, toma la decisión que
en otro momento le hubiese parecido una locura. Entregarse.
Basta de huir, los
huesos ya molestan. Basta de agónicos insomnios y de salir corriendo en mitad
de a noche.
Basta de miedo, basta
de sobrevivir. Si no pudo elegir como vivir, por lo menos elegiría como morir.
Eso no le sería arrebatado.
Si le atrapaban sería
porque así lo había decidido.
Con la resolución de
toda una vida, tomó coraje. Se detuvo en seco y
volteó su cuerpo arrugado. Lánguidos estertores escapaban de su
garganta.
Allí a unos escasos
centímetros de su ser, su enemigo de siempre, el némesis de su existencia y
desde hora su captor: su propia sombra.