El valle pulula la rezumante alegría de la primavera. A lo
lejos, las montañas coronadas de extrañas nubes, se ciernen como enormes
guardianes de piedra.
Camino entre la frondosa vegetación. Busco, busco pero no
encuentro. Sé que algo esconde este valle más allá de su tapiz de gloriosos
matices.
Huelo…un aroma salobre llega desde una ubicación que no
puedo precisar. Olor a mar… ¿Olor a mar? ¿Aquí?
Debe ser algún manantial subterráneo, porque la masa de agua
azul no se ve por ningún lado. Sigo caminando, el sol del mediodía me ofrece
una pista, un destello allá lejos cerca del cañadón. Mis piernas emprenden una presurosa
marcha. Zarzas e insectos se prenden de mi piel, pero no me importa.
El poder de la curiosidad me mueve instintivamente, como animal
salvaje. El reflejo es insoportable, avanzo a ciegas guiándome por un extraño
sonido. Un tintineo llega a mis oídos. Un agudo sonido hace que casi entre en
trance, extendiendo mis brazos hacia adelante, corriendo entre la maleza.
De repente tropiezo con algo, y mi vuelo se extiende sobre
el prado. Al abrir los ojos el olor a sal me invade, el resplandor me ciega por
un momento, pero al cabo de unos segundos la vista vuelve y me encuentro a los
pies de algo increíble.
Pastando tranquilamente ante mí, una manada de elefantes de
cristal.
La gran madre me observa y me dirige unos tintineos muy
quedos. Sé que sabe que puedo oírla sin necesidad de subir el volumen de su
chirriante voz, un detalle que agradezco de corazón.
Me siento en la
hierba y quedo sosegado oyendo sus agudos arrumacos. En la pradera el sol se aleja con su manto rojo, y los
paquidermos apagan suavemente su voz.
No hay comentarios:
Publicar un comentario