Mi madre era una
persona como muchas de las que tiene este mundo, charlatana empedernida.
Los demás mortales sucumbíamos ante su verborrágica presencia.
Y aunque era muy
querida en la comunidad, tenía la capacidad de embotar la mente de cualquiera con sus charlas locuaces e interminables.
Se acercaba el
cumpleaños de mamá y no se me ocurrió mejor idea que regalarle algo que supe
desde el principio disfrutaría mucho, ¡un teléfono!
Llegado el día, le
entregué el presente.
El tubo rojo carmesí
brillaba contrastando con el disco negro azabache. Los números, cada uno en su
redondito, esperaban ansiosos el omento de ser marcados (o discados).
Mi madre me dio un gran
abrazo y dando alabanzas a Graham Bell, me hizo instalar el aparato.
Me sentí contento de
haber dado en el clavo con el regalo. Luego de instalar y probar el aparato, el
cuál funcionaba a la perfección, saludé a mamá y me fui dejándola con su nuevo
“juguete”.
Después de una semana
volví a visitarla.
La vi muy cambiada.
Estaba como demacrada. Solo hablaba por aquel tubo rojo.
Decidí dejarla hasta
que terminara la conversación telefónica. Me dirigí a la sala, tomé un libro de
la estantería y me puse a leer.
Pasado un tiempo y ante
la falta de atención de mi madre, entré al comedor, donde se hallaba el
teléfono.
Encontré el tubo
colgando, inmóvil en el aire. El cable que en algún momento fue rizado, estaba
tensado por el peso del tubo.
Llamé a mi madre y solo
percibí una voz; ¡su voz! Parece que venía desde muy lejos. Agudicé el oído y con
horror descubrí que venía desde el interior del tubo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario