lunes, 30 de noviembre de 2020

Cuento: El guardián de Ernesto

 La habitación está a oscuras. Ernesto duerme plácidamente, aunque se acerca el momento...

La tenue luz del farol de la calle se apaga de repente, como si fuera la llama de una vela que se extingue de golpe.

El gato eriza su pelaje. Sabe que está a punto de suceder.

-Debo estar preparado. Piensa el felino.

Un agudo gruñido corta el silencio nocturno. Ernesto intenta despertar, pero siente el pecho apretado. Un denso peso le impide moverse.

El gato se acerca, con su pelo inflado, la cola como un ciprés se yergue hacia el techo.

Los ojos furiosos del animal destellan y desafían a la entidad burlona que está sentada sobre el pecho exangüe de Ernesto. A pesar de su negrura, se alcanza a distinguir una fila de horribles dientes que forman una sonrisa socarrona.

Ernesto, con los ojos como platos, no puede hacer más que observar aquel duelo.

El gato lanza golpes al aire, intentando amedrentar al oscuro. De su furibunda garganta salen chasquidos, su lengua vibra expandiendo el sonido por toda la estancia.

El ser oscuro estira su mano amenazante.

El felino intensifica la mirada y casi como si de magia se tratara, logra amplificar el fulgor de sus ojos. Un halo blanquecino ilumina por un instante la habitación, como un relámpago en una noche de tormenta. Es suficiente, la entidad ha desaparecido.

Ernesto hincha su pecho en una sonora inspiración. El cuerpo vuelve a ser suyo. 

El gato se sube a la cama y se acuesta al lado del hombre, que lo abraza en un gesto de sincera gratitud.

El humano, ya recuperado, se levanta y observa por la ventana cómo el farol vuelve a iluminar la solitaria calle. El felino ronronea feliz. Por una noche más su amado está a salvo de las garras de la oscuridad.

Aunque no puede descuidarse. Cada madrugada es una lucha, el fiel guardián bien lo sabe. 






lunes, 5 de octubre de 2020

Autorretrato escrito: La mujer alta

 La mujer alta camina por el jardín. Variedad de plantas se reflejan en sus pequeños y verdosos ojos. 

La mujer alta tararea una melodía y piensa en los mundos fantásticos que va a pintar más tarde. Su oscuro cabello, largo, ondea al viento y se teje entre las ramas de los árboles. Algunos mechones blancos asoman ya, como finas telarañas de seda. 

Su parco andar  se confunde con el rumor de un arroyo cercano. Su rostro de seria expresión no denota tristeza o enojo, sino el reflejo de un mundo interior que desborda y se presenta a veces en esta, nuestra realidad. 

La mujer alta ama el mar, esa masa azul y gloriosa, así como la lluvia y las tormentas.

El frío invierno la llena de su gélida energía, aunque el otoño es su época favorita.

La mujer alta observa el oscuro firmamento. Nacida bajo la protección de Sargas, Antares y Acrab, anhela la sabiduría eterna de las estrellas. 

Bien sabe que algún día logrará develar la Verdad que mora en el Gran Secreto. Ese momento  será cuando su cuerpo repose bajo los árboles, junto a sus raíces, y el Infinito susurre a su alma la esencia de todas las cosas. 




Cuento: Noches de amor

 Sus ojos se cruzaron cuando la luz de la luna teñía todo de azul. La palidez del redondo rostro se recortaba en el cielo nocturno. Desde abajo la humana observaba con amor infinito a la magnífica ave. El flechazo fue definitivo.

 Cada noche se veían, cada noche se amaban en la distancia. Durante el día, se tenían en sus pensamientos y ni las lluvias primaverales truncaban sus anhelados encuentros.

La sonrisa de una era el fuego en el corazón de la otra. Una conocía cada mancha del plumaje de la otra, y la otra reconocía la cantarina voz de su amada entre miles de sonidos nocturnos.

 El brillo en los redondos ojos que sobrevolaban el campo rezumaban tenacidad y valor; los que observaban embelesados desde la tierra, dulzura y comprensión. 

Conocían el valor de las palabras, no por oírlas, sino por sentirlas. No era entenderse, era saberse una en la otra. Reconocerse en la mirada pura de su amante, como en un espejo de agua.

Cuando se presentaba una situación adversa para alguna de ellas, la otra lo intuía. Comunicábanse con el corazón, no con la frialdad de la mente. 

Las alegrías también se compartían por este medio etéreo, generando plácida calidez en ambos seres. 

Muchos eran los que se preguntaban por la razón de ser de semejante amor. Incapaces de entender la profundidad de los sentimientos, solo veían las diferencias, los impedimentos, y dejando hablar al prejuicio, comentaban necedades y palabras vacías. Estos improperios  a la mujer y al ave les tenían sin cuidado, la conexión de sus almas estaba más allá de lo superfluo de la existencia física. 

No era cuestión de cuerpos, de especies, sino de saber que eran compañeras en esta vida, en esta realidad, y también en otras. Esa verdad les otorgaba la felicidad plena.





domingo, 5 de julio de 2020

Hablando de Arte: La Isla de los Muertos- Arnold Böcklin


Arnold Böcklin (1827-1901), pintor simbolista suizo, cuenta con una obra pictórica fascinante, no solo por la calidad de factura sino también por la repercusión a posteriori que han tenido algunos de sus trabajos. En este caso, nos referiremos a "La Isla de los Muertos".

Si hablamos de La Isla de los Muertos, debemos tener en cuenta que se trata en realidad de una serie de pinturas, no de una sola. Son cinco versiones pintadas entre 1880 y 1886. Cabe destacar también que aunque el nombre original dada por su autor era "Pintura para soñar", el nombre por el cual se la conoce fue dada por un marchante de arte. 

La versión en la cuál está inspirado el siguiente escrito es la pintada en 1883, que se encuentra en la Antigua Galería Nacional de Berlín, en Alemania.


                                              



La Isla de los Muertos

Un cielo azul violáceo, cargado de nubes se une en comunión con un mar aparentemente calmo, en un horizonte lejano. En medio de ese esplendido espejo, se alza imponente, un macizo de rocas, al parecer tan antiguas como las profundidades de donde nace este enclave.
La atmósfera casi de ensueño es producida por los tonos azulados de la obra, y es que el azul es el color del cielo, del mar, de la lejanía, de lo inasible, de la insondable imaginación.
Al igual que varias pinturas de Arnold Böcklin, “La Isla de los Muertos” destaca por su sensación de quietud, de tiempo detenido. Una dulce atemporalidad se hace presente ante el espectador, quien asiste a este homenaje póstumo, a ese último viaje en la barca de Caronte hacia el lugar de reposo eterno.
La  figura de blanco hace de guía, cual faro en la oscuridad. 
Los cipreses centenarios, en el centro de la composición, se yerguen hacia el cielo, como mostrando el camino al infinito. A pesar de su marcada verticalidad, la masa arbórea mece lánguidamente su corona orgullosa.
Llegado a este punto, varias incógnitas nos deja Böcklin, como es de esperar de un buen pintor simbolista.
 ¿A quiénes cobijan esas antiguas rocas? Similar al Valle de Los Reyes, en Egipto,  los blanquecinos acantilados, de roca horadada hasta sus frías entrañas, esperan impasibles a un nuevo habitante. Guardianes silenciosos, vestidos de musgos verde y naranja.
¿Quien es  honrado, en esta ocasión, con este viaje postrero? Nunca sabremos quién yace dentro de esa caja blanca, custodiada por la efigie amortajada de pie junto a esta. 
Y justamente, ¿Quién es esa figura cargada de misterio que preside el austero cortejo? Podríamos decir que se trata del mismísimo Caronte… o tal vez algún otro psicopompo, anónimo y universal.