La habitación está a oscuras. Ernesto duerme plácidamente, aunque se acerca el momento...
La tenue luz del farol de la calle se apaga de repente, como si fuera la llama de una vela que se extingue de golpe.
El gato eriza su pelaje. Sabe que está a punto de suceder.
-Debo estar preparado. Piensa el felino.
Un agudo gruñido corta el silencio nocturno. Ernesto intenta despertar, pero siente el pecho apretado. Un denso peso le impide moverse.
El gato se acerca, con su pelo inflado, la cola como un ciprés se yergue hacia el techo.
Los ojos furiosos del animal destellan y desafían a la entidad burlona que está sentada sobre el pecho exangüe de Ernesto. A pesar de su negrura, se alcanza a distinguir una fila de horribles dientes que forman una sonrisa socarrona.
Ernesto, con los ojos como platos, no puede hacer más que observar aquel duelo.
El gato lanza golpes al aire, intentando amedrentar al oscuro. De su furibunda garganta salen chasquidos, su lengua vibra expandiendo el sonido por toda la estancia.
El ser oscuro estira su mano amenazante.
El felino intensifica la mirada y casi como si de magia se tratara, logra amplificar el fulgor de sus ojos. Un halo blanquecino ilumina por un instante la habitación, como un relámpago en una noche de tormenta. Es suficiente, la entidad ha desaparecido.
Ernesto hincha su pecho en una sonora inspiración. El cuerpo vuelve a ser suyo.
El gato se sube a la cama y se acuesta al lado del hombre, que lo abraza en un gesto de sincera gratitud.
El humano, ya recuperado, se levanta y observa por la ventana cómo el farol vuelve a iluminar la solitaria calle. El felino ronronea feliz. Por una noche más su amado está a salvo de las garras de la oscuridad.
Aunque no puede descuidarse. Cada madrugada es una lucha, el fiel guardián bien lo sabe.
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