Sus ojos se cruzaron cuando la luz de la luna teñía todo de azul. La palidez del redondo rostro se recortaba en el cielo nocturno. Desde abajo la humana observaba con amor infinito a la magnífica ave. El flechazo fue definitivo.
Cada noche se veían, cada noche se amaban en la distancia. Durante el día, se tenían en sus pensamientos y ni las lluvias primaverales truncaban sus anhelados encuentros.
La sonrisa de una era el fuego en el corazón de la otra. Una conocía cada mancha del plumaje de la otra, y la otra reconocía la cantarina voz de su amada entre miles de sonidos nocturnos.
El brillo en los redondos ojos que sobrevolaban el campo rezumaban tenacidad y valor; los que observaban embelesados desde la tierra, dulzura y comprensión.
Conocían el valor de las palabras, no por oírlas, sino por sentirlas. No era entenderse, era saberse una en la otra. Reconocerse en la mirada pura de su amante, como en un espejo de agua.
Cuando se presentaba una situación adversa para alguna de ellas, la otra lo intuía. Comunicábanse con el corazón, no con la frialdad de la mente.
Las alegrías también se compartían por este medio etéreo, generando plácida calidez en ambos seres.
Muchos eran los que se preguntaban por la razón de ser de semejante amor. Incapaces de entender la profundidad de los sentimientos, solo veían las diferencias, los impedimentos, y dejando hablar al prejuicio, comentaban necedades y palabras vacías. Estos improperios a la mujer y al ave les tenían sin cuidado, la conexión de sus almas estaba más allá de lo superfluo de la existencia física.
No era cuestión de cuerpos, de especies, sino de saber que eran compañeras en esta vida, en esta realidad, y también en otras. Esa verdad les otorgaba la felicidad plena.

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