sábado, 18 de junio de 2022

Cuento: El Monte siempre llama a sus hijos

 
Dos huellas largas, casi interminables separaban el camino principal de la casa.
La construcción de estilo minimalista se alzaba en medio del enorme predio, como extraña. A simple vista parecía un cubo Rubik tirado en un claro del monte.
A su alrededor, numerosos árboles de orgullosas y nutridas copas habitaban en armonía.

Los primeros días estuvieron llenos de sosiego y del tibio sopor del final del verano. A pesar de que marzo ya había comenzado, alguna que otra tormenta rezagada hacía su aparición. 
Fue una de estas tardes, cuando el aire enrarecido y cargado de estática vio nacer uno de esos vendavales.
Una formación nubosa apareció en el horizonte. Altas y algodonosas, pasando de un blanco brillante a un gris azulado y verde peltre, las nubes fueron oscureciendo el cielo.
El fuerte viento no se hizo esperar, junto con gruesas gotas que caían formando soldaditos en el suelo.

Desde los enormes y acristalados ojos de la casa, entre mate y mate, la familia contemplaba la escena. La pareja acurrucada cómodamente en el sillón estilo nórdico, y los chicos jugando en la alfombra de piel sintética importada.
De repente, el niño se pone bruscamente de pie y acerca su rostro a la ventana. Su roja nariz se aplasta contra el vidrio empañándolo.
-¡Miren! - dijo la criatura señalando al exterior.
Todos los integrantes de la familia miraron a donde apuntaba el niño con el dedo.
-¿Qué?- preguntó el padre extrañado.
-¡Allá!
El padre se acomoda los lentes de gruesos marcos negros y mira a la madre con un gesto de incógnita. Ella le devuelve la mirada estupefacta.

El chico sin mediar palabra, corre y sale de la casa. Sus pies desnudos pisan los charcos, formando coronas de agua a su paso. En ese momento un rayo rasga el firmamento y un ruidoso trueno estalla. La niña da un alarido y se cae desmayada. El padre corre en busca de su hijo, mientras la madre acude a socorrer a la nena.
El hombre desesperado atravesó todo en patio, en dirección a donde vio correr al niño. Todo fue en vano. Volvió a la casa y llamó a los empleados, que lo ayudaron a buscar.
El peón y el muchacho que cuidaba los caballos se unieron al padre.
Mientras tanto, la cocinera preparaba un té para la madre. La niña había vuelto en sí, pero aún estaba nerviosa.                                                                                                                                                Los hombres peinaron el patio, y las zonas cercanas sin tener resultados.
 Los días siguientes fueron de búsqueda infructuosa y amargo dolor.
Desde los acontecimientos, la niña estaba mustia, no decía palabra.
Los empleados se miraban unos a otros perplejos.
Un día, en la cocina, la niña estaba mirando cómo su mamá y la cocinera pelaban unas verduras.
-Un ciervo blanco. Fue un ciervo blanco.
Las palabras cortaron el aire como una afilada navaja.
La cocinera se llevó las manos a la boca y susurró mirando a la madre.
-El monte siempre llama a sus hijos.
Por las mejillas de la madre gruesas gotas se deslizaban en surcos hechos de pena y llanto.
-Yo también lo vi. dijo la joven mujer.
-Yo también lo vi...







Atardecer

Masas de gas enmudecen el crepúsculo.

Sobre un horizonte primitivo simulan eternas cimas nevadas.

En lo alto la desintegración se dispara y mil fragmentos se desparraman sobre el ingenuo azul.

Las horas pasan extinguiendo el día. 

Rayos naranja surcan el cielo.

La visión de este fenómeno me absorbe y anhelo ser parte de ese universo de partículas que viajan por siempre.