Noche de plenilunio, las olas chocaban lejos, en el acantilado. Mis enaguas olían a agua salada por el contacto con la orilla. La playa desierta, enorme, el océano inconmensurable.
Ella vino del mar. Esa noche se encaramó hacia la orilla, para morir en tierra. Desde las dunas la vi, piel pálida, casi como la luna, berberechos se enredaban en su cabello oscuro. Su hermoso torso desnudo dejaba ver una enorme mancha escarlata a la altura de la clavícula.
Instintivamente corrí hasta la costa para auxiliar a aquella lánguida mujer.
Al llegar a ella, sus ojos exangües se fijaron en mí.
Le dije que no temiera, pero por lo visto no podía entenderme.
Rasgué un pedazo de mis enaguas y procuré un improvisado vendaje. Ella me miraba con ojos compasivos, yo respondía con una tímida sonrisa.
Con todas las fuerzas de mi ser la llevé andando hasta mi casa.
Mi hogar era en realidad una precaria casucha de madera, antiguo refugio de pescadores, ubicada más allá de las dunas.
Nada más llegar, la ubiqué sobre mi modesta cama y preparé un ungüento para su herida.
Casi como un murmullo, le pregunté como se había hecho semejante daño, a lo ella solo respondió con una dulce mirada.
Le quité la venda y pude ver, luego de limpiarla, la magnitud de la herida. Era un corte irregular, y aunque solo se había desgarrado la piel, su longitud era pronunciada.
Coloqué un apósito con el linimento y le di de beber un te de hierbas para el dolor.
Pasado un rato, su semblante pareció mejorar, aunque su piel seguía estando extremadamente pálida.
Me senté en una silla a su lado. Mi vista recorría sus facciones una y otra vez, tratando de ver en ella a alguien de la zona. No tuve éxito.
Lo único que pude sacar en limpio con mis cavilaciones era la extraordinaria belleza del ser que tenía frente a mí.
Me estaba quedando dormida, allí en la silla, cuando oí que hablaba.
-Los pescadores me hicieron esto. Dijo, señalando su herida.
Su voz aunque tenía cierta firmeza era suave, como aterciopelada.
-¿Los pescadores? Pregunté tontamente.
-Si, quisieron sacarme del agua con una lanza afilada. Me respondió sobriamente.
-¿Un arpón? No entiendo... ¿Por qué estabas en el agua? No te he visto antes, ¿Dónde está tu hogar? Inquirí nerviosamente. Eran demasiadas preguntas.
-En el mar. Contestó.
-¿Vives en alguna isla? ¿Tal vez en la zona de la península?
- No, mi hogar está en el agua. Contestó tajante antes de desmayarse.
Evidentemente, la breve conversación había representado mucho esfuerzo para su magullado cuerpo.
Un escalofrío recorrió mi piel. ¿Estaba esta muchacha dañada por la conmoción?
Esa noche pude descansar muy poco. Para no incomodar a mi invitada, armé en el suelo un lecho improvisado, pero no dormí. De tanto en tanto me aseguraba de que la joven estuviera bien.
A esta altura su belleza me había cautivado. Debo decir que esta desconocida me enamoraba, y en igual proporción me asombraba.
Al despuntar el alba, me hallaba en pie, preparando un poco de café. Grande fue mi sorpresa cuando vi como la convaleciente se incorporaba en la cama con relativa facilidad.
Me dirigí a revisar su herida, y al retirar el vendaje, descubrí asombrada, que estaba mejor de lo que esperaba.
-¿No tienes frío? pregunté.
-Toma, ponte esto. Le alcancé una camisa mía limpia.
-Puedo ver tus ojos brillar y tu boca temblar. Yo no uso ropa y no tengo frío. Me dijo socarronamente.
Me ruboricé. No supe que decir. En verdad en lo que en un primer momento era preocupación, se había convertido en otro sentimiento: deseo.
Sonrió y dijo: - Tu cara es de otro color ahora. ¡Sé lo que eso es!
- ¡No digas tonterías! dije, haciendo un ademán y tratando de quitar hierro al asunto.
Los días pasaron, mi invitada se recuperaba a pasos agigantados. El poder regenerativo de sus tejidos era muy superior a lo antes visto por mis ojos.
Pronto caí en cuenta del carácter taciturno de la mujer marina, como empecé a llamarla.
Y aunque su hablar era escueto, presumo por el poco conocimiento del idioma, delatado por un extraño acento, sus palabras eran certeras. Mi interlocutora tenía la extraña habilidad de intuir lo que yo estaba pensando o sintiendo.
-¿Cansada?
Su voz retumbó en el recinto.
Titubee por un instante y me sonrojé al verla. Como me había hecho saber antes, la mujer marina usaba ropas muy ligeras, si es que acaso usaba algo.
-Tu rostro cambia de color muchas veces. Me gusta.
-¡No digas tonterías! dije, sintiendo arder mis mejillas.
-No son tonterías! Sé lo que es. ¡Sé lo que es!
-¿Y qué es? ¡Dime ya que tanto sabes! Exclamé alterada.
-Eso es amor.
Quedé helada.
-No es cierto. Dije con un hilo de voz.
-Si lo es. Antes de que me encontraras, cada noche te observaba en la orilla. Buscando algo. Siempre te ibas llorando.
Sin darme cuenta me fui quedando, más y más cerca tuyo, hasta la noche en que los pescadores me vieron y atacaron.
-¿Pero por qué te atacaron? Pregunté, tomándola por los hombros.
-Porque para tu gente, yo soy un monstruo. Contestó, tomando mis manos entre las suyas y depositando un suave beso en ellas.
Este accionar hizo que una electricidad recorriera mi espalda.
-¿Quién eres? Interrogué.
-Eso no tiene importancia. Lo que importa es que nos buscamos, y nos encontramos. La calidez de sus palabras aceleró mi corazón.
-En la orilla, cada noche, en soledad, alimentabas mi hogar con tus lágrimas.
¿Cómo no amarte por tan hermosa ofrenda de perlas?
Soy quién tanto esperabas.
Estaba anonadada ante tan sentido discurso.
Era la extrañeza de la bruma marina, el afecto de sus manos francas, el olor a sal y la tibieza de sus ambarinos ojos.
Amarnos era inevitable, impostergable y exquisito. Desde esa noche en la playa nuestras vidas cambiaron. Ya no vivo en la vieja casucha de madera. Ahora mi rojizo cabello también está decorado con berberechos, escucho el canto de las anémonas y despierto al lado de Ella, la que vino del mar.
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