lunes, 14 de noviembre de 2016

Cuento: El Escape

Correr, escaparse, evadir. Eso era lo único que conocía.
Su paranoia le había llevado a recorrer lugares impensados para el adulto promedio.
En su cerebro, el quedarse quieto equivalía a convertirse en un ser inmundo y mediocre.
Pero es que eso no era su único motivo. Le perseguían, eso era un hecho.
Fue corriendo por valles y montañas, el mismo cielo fue su límite.
Siempre que se creía fuera de peligro, bastaba con mirar hacia atrás para descubrir su equivocación,  y otra vez comenzaba su afanosa huida.

Con el cansancio propio de los años y la mala vida producto de su estilo fugitivo, toma la decisión que en otro momento le hubiese parecido una locura. Entregarse.
Basta de huir, los huesos ya molestan. Basta de agónicos insomnios y de salir corriendo en mitad de a noche.
Basta de miedo, basta de sobrevivir. Si no pudo elegir como vivir, por lo menos elegiría como morir. Eso no le sería arrebatado.
Si le atrapaban sería porque así lo había decidido.

Con la resolución de toda una vida, tomó coraje. Se detuvo en seco y  volteó su cuerpo arrugado. Lánguidos estertores escapaban de su garganta.
Allí a unos escasos centímetros de su ser, su enemigo de siempre, el némesis de su existencia y desde hora su captor: su propia sombra.




Cuento: El Teléfono

Mi madre era una persona como muchas de las que tiene este mundo, charlatana empedernida.
Los demás mortales  sucumbíamos ante su verborrágica presencia.
Y aunque era muy querida en la comunidad, tenía la capacidad de embotar la mente de cualquiera  con sus charlas locuaces e interminables.

Se acercaba el cumpleaños de mamá y no se me ocurrió mejor idea que regalarle algo que supe desde el principio disfrutaría mucho, ¡un teléfono!

Llegado el día, le entregué el presente.
El tubo rojo carmesí brillaba contrastando con el disco negro azabache. Los números, cada uno en su redondito, esperaban ansiosos el omento de ser marcados (o discados).

Mi madre me dio un gran abrazo y dando alabanzas a Graham Bell, me hizo instalar el aparato.
Me sentí contento de haber dado en el clavo con el regalo. Luego de instalar y probar el aparato, el cuál funcionaba a la perfección, saludé a mamá y me fui dejándola con su nuevo “juguete”.

Después de una semana volví a visitarla.
La vi muy cambiada. Estaba como demacrada. Solo hablaba por aquel tubo rojo.
Decidí dejarla hasta que terminara la conversación telefónica. Me dirigí a la sala, tomé un libro de la estantería y me puse a leer.
Pasado un tiempo y ante la falta de atención de mi madre, entré al comedor, donde se hallaba el teléfono.
Encontré el tubo colgando, inmóvil en el aire. El cable que en algún momento fue rizado, estaba tensado por el peso del tubo.
Llamé a mi madre y solo percibí una voz; ¡su voz! Parece que venía desde muy lejos. Agudicé el oído y con horror descubrí que venía desde el interior del tubo.