viernes, 28 de diciembre de 2018

Cuento: Las Ruinas


LAS RUINAS

En medio de esa planicie, eterna como el tiempo mismo, pude contemplar lo que en un primer momento acusé de alucinación, pues tan maravillosa visión nubló mis ojos.
Envueltas en una cálida bruma, excéntrica a mi entender en aquellas latitudes, se alzaban majestuosas las ruinas de un antiguo enclave humano.
Acorde avanzaba, el desierto, en lo que se podría pensar como un único acto de misericordia, iba cediendo paso a un entorno que se podría describir como casi húmedo. Mientras más me acercaba a la inmensa entrada, noté que la vegetación rala anteriormente, se iba tornando cada vez más abundante. Frondosos espinos cubrían la abertura, magnánima e imponente.
La piedra con la que estaba construida aquella especie de fortaleza era blanquecina y podía intuirse cierto brillo en su composición. Una textura salobre era lo único que quedaba  de lo que pudo imaginar fue una superficie casi pulida, reflectante y omnipresente.

Bajo la sombra de aquel pórtico soberbio y enorme descansé un momento, y oré pidiendo, anhelando la presencia de algún ser benefactor que cuidara de mí.
Luego de reunir las últimas fuerzas que me quedaban, decidí penetrar en aquellos vestigios rocosos.
Las sombras violáceas se proyectaban en el suelo estéril, denotando una hora próxima al crepúsculo.
Con cuidado descubrí parte de la entrada la cuál estaba bloqueada por los exuberantes espinos, y con cautela me arrastré al interior del inmenso recinto. La luz crepuscular dibujaba extrañas figuras azuladas en suelo y paredes colándose por partes de techo deshechas y ventanas desnudas.

El solo avanzar por los primeros metros de aquella edificación me hizo caer en cuenta de su grandeza y de mis propias limitaciones como mortal. Jamás lograría recorrer  todo el lugar antes del anochecer.
Resolví guarecerme en una de las estancias, que aunque derruida, aún podía cobijarme  bajo sus lajas.
De mi morral saqué una manta de fina lana que llevaba y me dispuse a descansar un poco.  Sentía la desconfianza intuitiva de estar en un lugar desconocido y a merced de peligros ignotos. Mi fustigado cuerpo no oponía ni un ápice de resistencia ante cualquier amenaza latente, por ello mi mente se enfocaba en cualquier indicio de algo desfavorable para mi integridad.

En medio de este tira y afloja entre mente y cuerpo, pude ver cosas que aunque no llegaron a ser maravillosas, fueron cuanto menos inusuales.
En el oscuro cielo, negro e inconmensurable, vi una bandada de pájaros blancos aletear en direcciones aleatorias, presas de al parecer una corriente de aire caliente ascendente.
Se mantuvieron así, a una altura indefinida por largo rato, brindándome un espectáculo único. Daban la sensación de volar muy lento, lo que me hizo pensar en lo alto que estaban. La blancura de sus cuerpos contrastaba violentamente con el manto negro carente de estrellas que tenía sobre mí.



En otro momento pude ver  rostros en la pared que tenía frente a mí. Me asuste ante tal visión, pero luego caí en cuenta que era un efecto de la roca, la acumulación de algún mineral luminiscente, tal vez esto en conjunción con mi sobre estimulado cerebro crearon una pareidolia increíble.
Estar en ese estado de alerta permanente agotó mi energía fácilmente, por lo que en algún momento de la noche caí en brazos de Morfeo.

Mi sueño fue pesado. Cargado de extrañas visiones febriles y en ocasiones espantosamente vívidas. Mi mundo onírico hacia que me retorciese bajo aquel cielo de piedra.
Por la mañana la luz del sol se coló impetuosa por una de las almenas y se fijó en mi cara como intentando tatuarme con su destello en el rostro.
Restregué mis ojos con las manos y me levanté de aquel suelo impío. Al estirar los brazos y piernas , sentí agudos dolores por todo mi esqueleto. Era perfectamente normal después de semejante noche.
Caminé un poco y dí con una ventana, o mejor dicho el hueco donde había estado la misma. Me asomé sobre el alfeizar de piedra , rematado con un grueso marco de madera reseca por el paso de tantos soles. Afuera el desierto, valle muerto devorador de almas. Sin pensarlo demasiado, resolví recorrer aquellas ruinas donde ahora me hallaba.

Luego de caminar por varias estancias, igualmente desguazadas por el paso del tiempo, me encontré dando vueltas en círculo. Un paisaje de rocas peladas se alzaba ante mis ojos. Me sentí aturdido, mi visión se nubló y me desplomé en aquel duro suelo. Al despertar la cabeza me dolía, miré a mi alrededor y caí en cuenta que era noche cerrada. Pude divisar algunas estrellas por entre los retazos de techo faltantes.
Sentí un leve  escalofrío en mi brazo izquierdo, algo me hizo girar hacia ese lado. Un enorme escorpión blanco se encontraba a centímetros de mi mano. Quité la mano rápidamente y me quedé mirando a ese ser. Embelesado pude sentir con los ojos la textura de su cuerpo, las patas como garfios y la cola asesina con su elixir de la muerte dentro de esa especie de aguja , esperando un mínimo movimiento para atacarme.
Para mi sorpresa, el bicho solo dio vuelta dándome la espalda y siguió su lento rumbo hacia la oscuridad del recinto. Me puse de pie no sin cierta dificultad. El recordar al animal albino me ponía nervioso. Un repelús atravesaba mi cuerpo. 

Como ya no podría conciliar el sueño  me puse en marcha. La luz de la luna, en lo alto matizada se colaba por las rendijas y guiaba mis pasos. Movía mis pies torpemente por aquella penumbra blanquecina, apoyándome con cuidado en los ruinosos muros. A estas alturas me parecía inconcebible encontrar a otro ser humano en este lugar.
El hambre y la sed se hicieron presentes, sacándome violentamente  de mis pensamientos. En mi morral solo tenía mi manta de lanilla. Ni agua ni alimentos. Cerré los ojos por un momento  evitando el mareo y seguí moviéndome por aquellos salones.

En cierto momento, a lo lejos pude divisar un oquedad en la roca. Era una abertura, sin dudas. Casi a ciegas, fui primero caminando, luego corriendo con la emoción de alguien quien es salvado. Pero acorde avanzaba hacia el hueco, este parecía mas lejano. Mis manos me dolían de pasar la piel por la afilada piedra del muro. Los trapos con los que me había vendado las palmas, estaban hechos jirones  y la sangre comenzaba a empaparlos. Luego de un lapso de tiempo que parecieron horas, pude ver como esa oquedad se acercaba a mi. Llorando de emoción, seguí marchando. Al llegar ante la gran puerta, caí de rodillas, oré en plañidero clamor.
Lo que desde lejos se vislumbraba como una abertura oscura era en realidad  una puerta enorme, la cual por la oscuridad reinante no pude ver su parte superior, lo cual denotaba su magnificencia.

Lo poco que podía distinguir era una gruesa hoja de madera tallada. No supe qué figuras había en ella, puesto que no podía ver bien.
Solo puedo decir que eran miles de formas abigarradas en ese enorme planchón. El marco de piedra también estaba tallado, multitud de figuras danzaban bajo la tenue luz. Todo giró otra vez y me desplomé bajo la puerta.
Cuando abrí los ojos, lo primero que vi fue parte del cielo azul. Otra vez era de día. Me incorporé, revisé mis manos y para mi sorpresa al quitar las vendas pude ver gruesas cicatrices que surcaban mi piel, sin dolor ni sangre. Quite las vendas y preste atención a la enormidad que tenia ante mi. No tengo idea de las dimensiones de la puerta. Solo puedo decir que la parte superior llegaba hasta el techo, el cual de por si era monstruosamente alto. El tallado de la madera, negra como el ébano, era impresionante. Cientos, no miles de figuras formaban parte de esa composición asfixiante. El paso del tiempo había erosionado partes del tallado, aún así podían distinguirse seres humanoides y animales deformados, híbridos , fruto seguramente de una enfermiza imaginación.
Luego de observar aquella monstruosidad, empuje una de las dos hojas. Instintivamente por su tamaño, utilicé todas mis fuerzas para empujar la plancha grabada. Pero para mi sorpresa, la puerta cedió al mínimo esfuerzo y se abrió sin problemas, yo por mi parte caí de bruces por el exceso de fuerza empleado.

El suelo ya no era de roca. Era hierba suave y arena. Cuando levanto la vista, se presenta ante mi un jardín tan basto que no veo su fin.
Me incorporo y noto que mas que un jardín parecía una sabana, con pastizales y arboles con forma de sombrilla.
Comienzo a caminar entre la maleza buscando una salida. Escucho un ruido cerca de mi. Me detengo. Un hermoso ciervo blanco se asoma por encima de la vegetación, rumiando un poco de la misma. Sus ojos me miran fijo, yo respiro aliviado, pero esa tranquilidad dura poco.
El ciervo comienza a gritar, soltando una especie de alarido penetrante y siniestro que al oírlo me hiela la sangre.
D e la maleza empiezan a salir cientos de cuellos blancos con brillantes cornamentas. Miles de ojos me miran fijamente.
Bastó el gruñido de uno de ellos para que toda esa horda blanca se abalanzase sobre mí. Corrí despavorido y logré a duras penas subir a un gran árbol. Desesperado, me elevé varios metros por encima de la sabana y cuando estuve en la copa me senté en una de las ramas y miré hacia abajo. La manada de ciervos chocaba su cornamenta violentamente contra el tronco del árbol. Sus impactos hacían mover toda la planta, haciendo peligrar mi equilibrio. No pude hacer más que sujetarme fuertemente y esperar el desenlace de tan terrible situación, puesto que no tenía donde más huir.
El ataque duró varios minutos y fue tan encarnizado, que algunos de aquellos hermosos animales habían lastimado sus cráneos con la corteza del árbol, tiñendo de rojo sus albinas cabezas.
En cierto momento, uno de los ejemplares, ligeramente más grande que el resto, elevó su testa y profirió unos alaridos idénticos a los primeros e instantáneamente los golpes cesaron. Los cientos de venados se retiraron, desparramándose por la llanura.



 En ese instante, pude por vez primera prestar atención a mi entorno. La hierba amarillenta, quemada por el sol ondeaba cual olas en el mar. Sin hacer ruido, bajo de mi refugio. En el lugar donde me hallaba de pie, la maleza llegaba a mis rodillas, al ver hacia atrás, de volvía mas alta y espesa. Aún más atrás, las ruinas de la fortaleza recortaban el límpido cielo con sus altos techos.
A sendos lados, muros separados por una distancia que no pude precisar, se erguían impolutos.
Hacia el lado opuesto de las ruinas, la sabana seguía hasta donde alcanzaba la vista.
Decidí dirigirme hacia uno de los lados, pensaba escalar el muro y salir de allí. Prefería morir en el desierto a ser una víctima de esas ruinas infernales.
Mientras caminaba pude ver el sol cambiar su posición hasta irse por detrás de los techos de las ruinas. Sabía entonces por lo menos que estaba caminando hacia el norte.

Cuando llegué a los pies del muro perimetral era noche cerrada, Canopo, Aldebarán y Rigel coronaban el firmamento.
La gran pared tenía una altura de aproximadamente siete metros. Aunque su superioridad frente a mi estatura de un metro con setenta centímetros era marcada, las piedras con las que estaba hecha eran fácilmente escalables. El paso del tiempo y el viento del desierto habían erosionado bastante las rocas, dejando huecos y salientes, ideal para subir sin problemas.
Sin más, comencé el ascenso. En poco tiempo llegué a la cima del colosal muro. Al otro lado, las dunas eternas y doradas derramaban sus espectrales sombras bajo la luz de la luna. No pude contener la emoción al ver semejante espectáculo nocturno y sentí rodar tibias lágrimas por mis mejillas.
Al intentar el descenso, resbalé  antes de siquiera comenzarlo.Caí y  esos siete metros, aunque la arena amortiguase un poco el golpe, se llevaron mi conciencia. Una vez más estaba a oscuras.

Escuché sonidos propios de una lengua desconocida. Cuando pude abrir los ojos, luego de gran dificultad, una imagen borrosa fue lo que percibí. Después de ajustar mi visión, pude distinguir a tres hombres barbados y con ropajes que identifiqué como bere beres o beduinos, gente que conoce el desierto como la palma de su mano producto de miles de años de continuos viajes por la región. Un olor a incienso golpeó mi nariz. Uno de los hombres que se encontraba más próximo a mí dijo unas palabras desconocidas. Por el tono entendíque preguntaba algo, pero obviamente no mucho mas que eso. Uno de los otros dos hombres hizo un comentario a sus compañeros e inmediatamente me facilitó un poco de agua de su cantimplora.
Bebí con ansias y luego de saciar mi sed, el tercero se acercó a mí e intentó hablar en lo que parecía ser un idioma diferente al anterior, pero el cuál seguía sin comprender. Hablaron entre sí. Hubo momentos en los cuales mis interlocutores parecían perder los estribos y subir el tono de su charla.
 Cansado de escucharlos discutir llamé la atención hablando en mi lengua madre. Quedaron perplejos, pues evidentemente no la conocían Intenté con una segunda opción, un idioma del cuál tenía poco conocimiento, pero el cual bastó para por fin entenderme con uno de los beduinos. Así fue como nos pudimos comunicar a media lengua. Me preguntaron qué hacía allí en el desierto solo; quién era; de donde venía; y demás preguntas básicas dadas las circunstancias.
En medio de la confusa conversación recordé las ruinas, las enorme y derruidas estancias, las excentricidades, los desmayos, los ciervos y todo lo demás. Una sensación agobiante se apoderó de mí. La imperiosa necesidad de contar lo ocurrido. Aunque la ocasión no era la mejor para dicha empresa. Tenía la pulsión de vomitarlo todo. Así en un arrebato mental, intenté expresarme.Pero de mi boca salían incoherencias propias del afiebramiento y la discordia. 
Resumí: -Ruinas malditasss.
A lo que mi interlocutor oía sin dar crédito a semejante delirio. Sus compañeros desesperadamente pedían traducción. El que entendía mis palabras las repetía. Uno de los beduinos exclamó algo que no entendí y mi traductor repitió: -¿Cuáles ruinas?
 -¡Aquellas!- Exclamé señalando la mole blanquecina que aparecía en la distancia. Los viajantes levantaron la vista y oteando el horizonte, extrañados se volvieron los tres y hablaron entre sí en su ininteligible idioma. El que se comunicaba conmigo inquirió otra vez:- ¿Cuáles ruinas?
A lo que enloquecido por un fervor extraño exclamé: - ¡Aquellas ! ¿Acaso no las veis?
Con la cara desencajada y sombría, el barbado respondió: - Señor, allí no hay nada más que kilómetros de puro desierto.
FIN