LAS RUINAS
En medio de esa planicie, eterna como el tiempo mismo, pude
contemplar lo que en un primer momento acusé de alucinación, pues tan
maravillosa visión nubló mis ojos.
Envueltas en una cálida bruma, excéntrica a mi entender en
aquellas latitudes, se alzaban majestuosas las ruinas de un antiguo enclave
humano.
Acorde avanzaba, el desierto, en lo que se podría pensar
como un único acto de misericordia, iba cediendo paso a un entorno que se podría describir como casi húmedo. Mientras más me acercaba a la inmensa
entrada, noté que la vegetación rala anteriormente, se iba tornando cada vez
más abundante. Frondosos espinos cubrían la abertura, magnánima e imponente.
La piedra con la que estaba construida aquella especie de
fortaleza era blanquecina y podía intuirse cierto brillo en su composición. Una
textura salobre era lo único que quedaba
de lo que pudo imaginar fue una superficie casi pulida, reflectante y
omnipresente.
Bajo la sombra de aquel pórtico soberbio y enorme descansé
un momento, y oré pidiendo, anhelando la presencia de algún ser benefactor que
cuidara de mí.
Luego de reunir las últimas fuerzas que me quedaban, decidí
penetrar en aquellos vestigios rocosos.
Las sombras violáceas se proyectaban en el suelo estéril,
denotando una hora próxima al crepúsculo.
Con cuidado descubrí parte de la entrada la cuál estaba
bloqueada por los exuberantes espinos, y con cautela me arrastré al interior
del inmenso recinto. La luz crepuscular dibujaba extrañas figuras azuladas en
suelo y paredes colándose por partes de techo deshechas y ventanas desnudas.
El solo avanzar por los primeros metros de aquella
edificación me hizo caer en cuenta de su grandeza y de mis propias limitaciones
como mortal. Jamás lograría recorrer
todo el lugar antes del anochecer.
Resolví guarecerme en una de las estancias, que aunque derruida, aún podía cobijarme bajo sus
lajas.
De mi morral saqué una manta de fina lana que llevaba y me
dispuse a descansar un poco. Sentía la
desconfianza intuitiva de estar en un lugar desconocido y a merced de peligros
ignotos. Mi fustigado cuerpo no oponía ni un ápice de resistencia ante
cualquier amenaza latente, por ello mi mente se enfocaba en cualquier indicio
de algo desfavorable para mi integridad.
En medio de este tira y afloja entre mente y cuerpo, pude
ver cosas que aunque no llegaron a ser maravillosas, fueron cuanto menos
inusuales.
En el oscuro cielo, negro e inconmensurable, vi una bandada de pájaros blancos aletear en
direcciones aleatorias, presas de al parecer una corriente de aire caliente
ascendente.
Se mantuvieron así, a una altura indefinida por largo rato, brindándome un espectáculo único. Daban la sensación de volar muy lento, lo que
me hizo pensar en lo alto que estaban. La blancura de sus cuerpos contrastaba
violentamente con el manto negro carente de estrellas que tenía sobre mí.
En otro momento pude ver
rostros en la pared que tenía frente a mí. Me asuste ante tal visión,
pero luego caí en cuenta que era un efecto de la roca, la acumulación de algún mineral luminiscente, tal vez esto en conjunción con mi sobre estimulado cerebro
crearon una pareidolia increíble.
Estar en ese estado de alerta permanente agotó mi energía fácilmente, por lo que en algún momento de la noche caí en brazos de Morfeo.
Mi sueño fue pesado. Cargado de extrañas visiones febriles y
en ocasiones espantosamente vívidas. Mi mundo onírico hacia que me retorciese
bajo aquel cielo de piedra.
Por la mañana la luz del sol se coló impetuosa por una de
las almenas y se fijó en mi cara como intentando tatuarme con su destello en el
rostro.
Restregué mis ojos con las manos y me levanté de aquel suelo
impío. Al estirar los brazos y piernas , sentí agudos dolores por todo mi
esqueleto. Era perfectamente normal después de semejante noche.
Caminé un poco y dí con una ventana, o mejor dicho el hueco
donde había estado la misma. Me asomé sobre el alfeizar de piedra , rematado
con un grueso marco de madera reseca por el paso de tantos soles. Afuera el
desierto, valle muerto devorador de almas. Sin pensarlo demasiado, resolví recorrer
aquellas ruinas donde ahora me hallaba.
Luego de caminar por varias estancias, igualmente desguazadas por el paso del tiempo, me encontré dando vueltas en círculo. Un
paisaje de rocas peladas se alzaba ante mis ojos. Me sentí aturdido, mi visión
se nubló y me desplomé en aquel duro suelo. Al despertar la cabeza me dolía,
miré a mi alrededor y caí en cuenta que era noche cerrada. Pude divisar algunas
estrellas por entre los retazos de techo faltantes.
Sentí un leve
escalofrío en mi brazo izquierdo, algo me hizo girar hacia ese lado. Un
enorme escorpión blanco se encontraba a centímetros de mi mano. Quité la mano rápidamente y me quedé mirando a ese ser. Embelesado pude sentir con los ojos
la textura de su cuerpo, las patas como garfios y la cola asesina con su elixir
de la muerte dentro de esa especie de aguja , esperando un mínimo movimiento
para atacarme.
Para mi sorpresa, el bicho solo dio vuelta dándome la
espalda y siguió su lento rumbo hacia la oscuridad del recinto. Me puse de pie
no sin cierta dificultad. El recordar al animal albino me ponía nervioso. Un repelús atravesaba mi cuerpo.
Como ya no podría conciliar el sueño me puse en marcha. La luz de la luna, en lo
alto matizada se colaba por las rendijas y guiaba mis pasos. Movía mis pies torpemente por aquella penumbra blanquecina, apoyándome con cuidado en los
ruinosos muros. A estas alturas me parecía inconcebible encontrar a otro ser
humano en este lugar.
El hambre y la sed se hicieron presentes, sacándome
violentamente de mis pensamientos. En mi
morral solo tenía mi manta de lanilla. Ni agua ni alimentos. Cerré los ojos por
un momento evitando el mareo y seguí moviéndome por aquellos salones.
En cierto momento, a lo lejos pude divisar un oquedad en la
roca. Era una abertura, sin dudas. Casi a ciegas, fui primero caminando, luego
corriendo con la emoción de alguien quien es salvado. Pero acorde avanzaba
hacia el hueco, este parecía mas lejano. Mis manos me dolían de pasar la piel
por la afilada piedra del muro. Los trapos con los que me había vendado las
palmas, estaban hechos jirones y la
sangre comenzaba a empaparlos. Luego de un lapso de tiempo que parecieron
horas, pude ver como esa oquedad se acercaba a mi. Llorando de emoción, seguí marchando. Al llegar ante la gran puerta, caí de rodillas, oré en plañidero
clamor.
Lo que desde lejos se vislumbraba como una abertura oscura
era en realidad una puerta enorme, la
cual por la oscuridad reinante no pude ver su parte superior, lo cual denotaba
su magnificencia.
Lo poco que podía distinguir era una gruesa hoja de madera
tallada. No supe qué figuras había en ella, puesto que no podía ver bien.
Solo puedo decir que eran miles de formas abigarradas en ese
enorme planchón. El marco de piedra también estaba tallado, multitud de figuras
danzaban bajo la tenue luz. Todo giró otra vez y me desplomé bajo la puerta.
Cuando abrí los ojos, lo primero que vi fue parte del cielo
azul. Otra vez era de día. Me incorporé, revisé mis manos y para mi sorpresa al
quitar las vendas pude ver gruesas cicatrices que surcaban mi piel, sin dolor
ni sangre. Quite las vendas y preste atención a la enormidad que tenia ante mi.
No tengo idea de las dimensiones de la puerta. Solo puedo decir que la parte
superior llegaba hasta el techo, el cual de por si era monstruosamente alto. El
tallado de la madera, negra como el ébano, era impresionante. Cientos, no miles
de figuras formaban parte de esa composición asfixiante. El paso del tiempo había erosionado partes del tallado, aún así podían distinguirse seres
humanoides y animales deformados, híbridos , fruto seguramente
de una enfermiza imaginación.
Luego de observar aquella monstruosidad, empuje una de las
dos hojas. Instintivamente por su tamaño, utilicé todas mis fuerzas para
empujar la plancha grabada. Pero para mi sorpresa, la puerta cedió al mínimo esfuerzo y se abrió sin problemas, yo por mi parte caí de bruces por el exceso
de fuerza empleado.
El suelo ya no era de roca. Era hierba suave y arena. Cuando
levanto la vista, se presenta ante mi un jardín tan basto que no veo su fin.
Me incorporo y noto que mas que un jardín parecía una sabana,
con pastizales y arboles con forma de sombrilla.
Comienzo a caminar entre la maleza buscando una salida.
Escucho un ruido cerca de mi. Me detengo. Un hermoso ciervo blanco se asoma por
encima de la vegetación, rumiando un poco de la misma. Sus ojos me miran fijo,
yo respiro aliviado, pero esa tranquilidad dura poco.
El ciervo comienza a gritar, soltando una especie de alarido
penetrante y siniestro que al oírlo me hiela la sangre.
D e la maleza empiezan a salir cientos de cuellos blancos con
brillantes cornamentas. Miles de ojos me miran fijamente.
Bastó el gruñido de uno de ellos para que toda esa horda
blanca se abalanzase sobre mí. Corrí despavorido y logré a duras penas subir a
un gran árbol. Desesperado, me elevé varios metros por encima de la sabana y
cuando estuve en la copa me senté en una de las ramas y miré hacia abajo. La
manada de ciervos chocaba su cornamenta violentamente contra el tronco del
árbol. Sus impactos hacían mover toda la planta, haciendo peligrar mi
equilibrio. No pude hacer más que sujetarme fuertemente y esperar el desenlace
de tan terrible situación, puesto que no tenía donde más huir.
El ataque duró varios minutos y fue tan encarnizado, que
algunos de aquellos hermosos animales habían lastimado sus cráneos con la
corteza del árbol, tiñendo de rojo sus albinas cabezas.
En cierto momento, uno de los ejemplares, ligeramente más
grande que el resto, elevó su testa y profirió unos alaridos idénticos a los primeros
e instantáneamente los golpes cesaron. Los cientos de venados se retiraron,
desparramándose por la llanura.
En ese instante, pude
por vez primera prestar atención a mi entorno. La hierba amarillenta, quemada
por el sol ondeaba cual olas en el mar. Sin hacer ruido, bajo de mi refugio. En
el lugar donde me hallaba de pie, la maleza llegaba a mis rodillas, al ver
hacia atrás, de volvía mas alta y espesa. Aún más atrás, las ruinas de la
fortaleza recortaban el límpido cielo con sus altos techos.
A sendos lados, muros separados por una distancia que no
pude precisar, se erguían impolutos.
Hacia el lado opuesto de las ruinas, la sabana seguía hasta
donde alcanzaba la vista.
Decidí dirigirme hacia uno de los lados, pensaba escalar el
muro y salir de allí. Prefería morir en el desierto a ser una víctima de esas
ruinas infernales.
Mientras caminaba pude ver el sol cambiar su posición hasta
irse por detrás de los techos de las ruinas. Sabía entonces por lo menos que
estaba caminando hacia el norte.
Cuando llegué a los pies del muro perimetral era noche
cerrada, Canopo, Aldebarán y Rigel coronaban el firmamento.
La gran pared tenía una altura de aproximadamente siete
metros. Aunque su superioridad frente a mi estatura de un metro con setenta
centímetros era marcada, las piedras con las que estaba hecha eran fácilmente escalables. El paso del tiempo y el viento del desierto habían erosionado
bastante las rocas, dejando huecos y salientes, ideal para subir sin problemas.
Sin más, comencé el ascenso. En poco tiempo llegué a la
cima del colosal muro. Al otro lado, las dunas eternas y doradas derramaban
sus espectrales sombras bajo la luz de la luna. No pude contener la emoción al
ver semejante espectáculo nocturno y sentí rodar tibias lágrimas por mis
mejillas.
Al intentar el descenso, resbalé antes de siquiera comenzarlo.Caí y esos siete metros, aunque la arena
amortiguase un poco el golpe, se llevaron mi conciencia. Una vez más estaba a
oscuras.
Escuché sonidos propios de una lengua desconocida. Cuando
pude abrir los ojos, luego de gran dificultad, una imagen borrosa fue lo que
percibí. Después de ajustar mi visión, pude distinguir a tres hombres barbados
y con ropajes que identifiqué como bere beres o beduinos, gente que conoce el
desierto como la palma de su mano producto de miles de años de continuos viajes
por la región. Un olor a incienso golpeó mi nariz. Uno de los hombres que se
encontraba más próximo a mí dijo unas palabras desconocidas. Por el tono
entendíque preguntaba algo, pero obviamente no mucho mas que eso. Uno de los
otros dos hombres hizo un comentario a sus compañeros e inmediatamente me
facilitó un poco de agua de su cantimplora.
Bebí con ansias y luego de saciar mi sed, el tercero se
acercó a mí e intentó hablar en lo que parecía ser un idioma diferente al
anterior, pero el cuál seguía sin comprender. Hablaron entre sí. Hubo momentos
en los cuales mis interlocutores parecían perder los estribos y subir el tono
de su charla.
Cansado de
escucharlos discutir llamé la atención hablando en mi lengua madre. Quedaron
perplejos, pues evidentemente no la conocían Intenté con una segunda opción, un
idioma del cuál tenía poco conocimiento, pero el cual bastó para por fin
entenderme con uno de los beduinos. Así fue como nos pudimos comunicar a media
lengua. Me preguntaron qué hacía allí en el desierto solo; quién era; de donde
venía; y demás preguntas básicas dadas las circunstancias.
En medio de la confusa conversación recordé las ruinas, las
enorme y derruidas estancias, las excentricidades, los desmayos, los ciervos y
todo lo demás. Una sensación agobiante se apoderó de mí. La imperiosa necesidad
de contar lo ocurrido. Aunque la ocasión no era la mejor para dicha empresa.
Tenía la pulsión de vomitarlo todo. Así en un arrebato mental, intenté
expresarme.Pero de mi boca salían incoherencias propias del afiebramiento y la
discordia.
Resumí: -Ruinas malditasss.
A lo que mi interlocutor oía sin dar crédito a semejante
delirio. Sus compañeros desesperadamente pedían traducción. El que entendía mis
palabras las repetía. Uno de los beduinos exclamó algo que no entendí y mi
traductor repitió: -¿Cuáles ruinas?
-¡Aquellas!- Exclamé
señalando la mole blanquecina que aparecía en la distancia. Los viajantes
levantaron la vista y oteando el horizonte, extrañados se volvieron los tres y
hablaron entre sí en su ininteligible idioma. El que se comunicaba conmigo
inquirió otra vez:- ¿Cuáles ruinas?
A lo que enloquecido por un fervor extraño exclamé: -
¡Aquellas ! ¿Acaso no las veis?
Con la cara desencajada y sombría, el barbado respondió: -
Señor, allí no hay nada más que kilómetros de puro desierto.
FIN
