I
La casa brillaba con el fulgor de las cosas nuevas, y aunque la realidad era muy otra –la casa ni brillaba ni era nueva– el lugar despertaba algo en mí, algo que me atraía sobremanera.
Se trataba de una edificación más bien austera, de “estilo colonial tardío” como sugirió el vendedor, o mejor dicho una copia pseudo-contemporánea del mismo, y que su construcción databa de bien entrado el siglo pasado, y que si bien se hallaba en condiciones casi óptimas tomando en cuenta el tiempo que estuvo sin habitar, necesitaba algunas refacciones.
Después de recorrer varias propiedades, debo decir que con mi ajustado presupuesto considero haber hecho una excelente compra.
Dentro de los arreglos que debían realizarse en la casa estaban la colocación de unos ladrillos en el cielo raso, donde había algún que otro bloque faltante, y la sustitución parcial y total e algunos casos de las columnas de la galería.
Estos inconvenientes edilicios no me desanimaron en lo absoluto la hora de comprar la casa. La parte construida, aunque austera como dije antes, tenía cierta solidez de casona antigua y la propiedad era bastante extensa, con un patio interno, galería y un amplísimo jardín en la parte de atrás del terreno, una verdadera ganga en estos días de gris-cemento.
Debo decir además que soy amante empedernida del ”hágalo usted mismo”, aunque sin ese halo de mediocridad que emanan ciertos programas de T.V conducidos por personas de edad, donde la pistola de barras de silicona y el destornillador eléctrico son destinatarios de las más excelsas odas.
Es así que reparar mi nuevo hogar no significaba preocupación alguna para mí.
II
Después de superar el trajín de la mudanza –comento que mi padre fue de gran ayuda– me encontré en la cocina rodeada de todo tipo de contenedores, cajas de variados colores y bolsas desperdigadas por doquier. Antes de caer en un espiral de locura inducida por el desorden imperante, mi padre, que vio mi expresión facial conociendo mi filosofía anti-caos, me propuso descansar y tomar un café sentados en el nuevo patio. Obviamente acepté su propuesta, y luego de encontrar un par de recipientes para la bebida, tomamos un rico café de saquito, muy apto para estas situaciones.
Luego de un rato, mi papá debió emprender la marcha hacia su propio reino de caos, donde la reina esperaba ansiosa, con ánimos de cortarle la cabeza si se demoraba más de lo previsto fuera del hogar.
Entonces quedé sola con mis cosas y con Antares, mi perro. Antares es un pequeño can de pelo corto y orejas puntiagudas, que aunque adulto no es viejo, se encuentra diría yo en la flor de la edad.
La primera noche no fue fácil, la incomodidad era lo que abundaba en ese momento. Aunque me refiero más bien a incomodidad física, ya que “otras” incomodidades que de antaño esperaba al vivir en una casa vieja no se presentaron.
Al amanecer ya estaba en pie, termo y mate en mano, dispuesta a recorrer mi territorio junto con Antares, y decidir cómo ubicar mis pocos muebles y numerosas chucherías.
Decidí comenzar con el dormitorio, para al final del día poder descansar un poco mejor que la noche anterior.
Era cerca del mediodía cuando escucho con asombro el sonar del timbre. No solo por la sorpresiva visita, sino porque el aparato al que yo daba por muerto, andaba perfectamente.
Al abrir la puerta me encuentro cara a cara con una robusta mujer de unos cuarenta años, acompañada de un niño de aproximadamente once.
Me saludan y dan la bienvenida en tono amistoso. Se presentan, Jarcia y Eduardo. Madre e hijo viven solos del otro lado de la vía. Antonio, el padre de la criatura pereció en un confuso accidente ferroviario, cuando el niño aún no tenía cinco años.
-“Nos acompañamos y juntos superamos la desgracia”- comentó Jarcia.
Yo tengo mis reservas con respecto a eso, vivir tan cerca de la vía por donde se escurre el objeto que dio muerte a su marido me da que pensar…
No puedo imaginar que sentirá esa mujer al escuchar que pasa el tren.
Me comentan que en el área hay muchos roedores dañinos y Eduardo gentilmente me ofrece un gatito en obsequio de bienvenida. La idea me parece muy buena y ya que Antares se lleva bien con los felinos, acepto encantada.
Eduardo corre a su casa a buscar al animalito, y es en ese momento cuando su madre me cuenta:
-Edu es buen chico, aunque no le gusta mucho jugar con otros nenes. Es muy imaginativo y me ayuda en casa. Y aunque anda bien en la escuela, Inglés le cuesta un poco. Creo yo que es por lo de Antonio. Edu relaciona el Inglés con el tren, porque los que trajeron el ferrocarril fueron ellos, los ingleses, y el día del accidente quien nos dio la noticia fue el encargado, don Bristol, Thomas Bristol que habla con acento. Eso lo marcó mucho a Edu.
-Bueno, si usted y Eduardo gustan puedo darles una mano, yo soy profesora de Inglés- Comento
A lo que Jarcia responde con gratitud desmedida, típica de estos parajes.
En eso, veo por la ventana que Eduardo se acerca a toda velocidad con una caja de zapatos. Al llegar pide permiso y luego que se lo doy entra y me muestra la caja diciendo:
-Puede elegir el que más le guste, nacieron hace un mes y medio más o menos.
Elijo uno de color blanco, naranja y negro con la cola rayada, que para mi sorpresa resulta ser una gata.
-¿Cómo se llama? Pregunta ansioso Edi.
Y mientras pienso, la gatita se hace pis entre mis manos. Sin dudarlo contesto:
-Se va a llamar Aluvión.
Y logro sacarle una sonrisa a Eduardo que hasta entonces estaba entre curioso y serio.
Me pareció raro que un chico de su edad sepa que significa ALUVIÓN, pero Jarcia responde diciendo que Eduardo le mucho, por eso tiene un amplio vocabulario.
Luego de hablar un rato con ambos, noto que son bastante cultos, lo cual me da alegría porque por lo menos no me quedaré en blanco como casi siempre me pasa con las demás personas.
Nos despedimos y quedo otra vez, aunque no sola, ya que ahora están mis cosas, Antares y Aluvión.
III
Han pasado dos semanas desde que llegue a este lugar y debo decir que cada día me siento mejor con mi nueva vida.
Después de bastante trabajo logré ordenar mis pertenencias a gusto en la nueva casa.
En este corto tiempo entablé una relación amistosa con Eduardo y su madre.
Edi viene a hacer la tarea de Inglés conmigo y Jarcia en agradecimiento siempre me manda alguna conserva de frutas, pan casero o algún postre o confitura. La verdad es que soy afortunada por haber encontrado tan buena gente.
Aprovechando que el patio-jardín es enorme, decidí plantar algunos árboles y plantas. Me calcé el sombrero, tomé la pala y emprendí mi ida al monte que hay cerca a buscar algún arbolito o retoño para llevar a casa.
Volvía con un par de especímenes vegetales en mi carretilla, cuando escucho a una voz masculina que intercepta mi atención.
-Esos no van a prosperar.
Me di vuelta y vi a mi interlocutor. Se trataba de un tipo de unos cincuenta años, de complexión media y cabello corto. No sé por qué se me vino a la mente James Dean. A lo mejor por el porte de tipo rudo o tal vez por la forma de fumar.
-¿Perdón? – interpelo.
-Por estos lados es así, los árboles ya están “puestos”, nadie puede trasplantar planta alguna. Crecen solas.
Respondo:
-Gracias por la información, de igual manera voy a intentarlo- contesto un poco molesta por la intromisión.
-No hay de qué. Se nota que es nueva por aquí; aunque la verdad usted no encaja mucho, puedo verlo en sus ojos. Ojala se dé cuenta pronto. De igual manera, si necesita algo, avíseme, vivo a media cuadra, la casa verde con rejas negras. Buenas tardes.
Antes de que pudiera decir algo, el fulano se esfumó igual de rápido que apareció. Quedé con una sensación rara, entre indignada y asustada.
¿Quién era ese tipo? ¿Por qué me había hablado de manera tan descortés?
Decidí no dar más vueltas al asunto, llegué a casa y me dispuse a plantar los árboles.
Terminé justo con el día. La luz crepuscular se colaba por el ventiluz de la cocina. Me serví un vaso de jugo de naranja y corté una porción de un pastel que me había convidado Jarcia. Comí en compañía de Antares y Aluvión. Ellos siempre me acompañan en todo.
Esa noche tuve pesadillas. Huía de algo que no sabía lo que era. Algo informe, omnipresente, omnipotente, como un dios enojado, que me perseguía con su pistola de rayos. Sentí que fuera donde fuera, no podía esconderme y esa presencia me fulminaría en el acto. Desperté en medio de la madrugada, sobresaltada por la experiencia onírica.
Me costó trabajo conciliar otra vez el sueño. Cuando lo hice al fin, pude disfrutar apenas de unas horas de descanso. El día asomaba a por la esquina de la campiña y el sol saludaba a los habitantes de este particular suelo.
La pesadilla no fue más que la primera de varias que tuve. En ellas –todas diferentes– siempre se atisbaba un dejo de simbolismo.
Al ser tan recurrentes, comencé a anotarlas en un cuaderno, y aprendí a leer entre líneas.
Parecía haber un mensaje oculto tras la fachada de esos sueños.
En todas mis experiencias oníricas yo me encontraba en situación de vulnerabilidad, débil ante algo inmenso, ya sea una deidad colérica o ante la naturaleza exuberante que me engullía como el mar a una cáscara de nuez.
Después de una semana de soportar estas mini-agonías nocturnas, parece que los dioses se apiadaron de mí y no volví a tener pesadillas. Y aunque dicen que el sueño perdido no se recupera, me entregué con pasión al merecido descanso.
IV
Hoy a pesar de que el cielo amaneció gris plomizo, decidí arreglar el techo colocando los ladrillos que faltaban.
Tomé un desayuno ligero y me dispuse a comenzar con la labor.
Las piezas faltantes formaban lo que parecía una boca desdentada.
Visualmente ya estaba familiarizada con el procedimiento, porque Jarcia e prestó un libro que había pertenecido a su abuelo, donde se relataban varias técnicas de albañilería, algunas inclusive tenían vistosas ilustraciones.
Así que tomé el material y comencé a trabajar.
Habían pasado unas dos horas cuando por fin finalicé el arreglo. Creo que quedó bastante bien para ser la primera vez que tomaba una cuchara de albañil.
Me duché y me senté en mi sillón favorito, uno que tiene unos almohadones suaves, a leer un rato.
La paz de este lugar me parece muy particular, como de ensueño.
El otro día me volví a cruzar con el tipo de la casa verde con rejas negras. Intentando ser amable le comenté lo mucho que me gustaría viajar en el tren que pasa por la vía cercana a casa.
-Es imposible- me dijo
-No hay estación o parada por aquí.
Me pareció extraño, porque Jarcia me comentó lo contrario, pero lo cierto es que aún no he ido al pueblo, por lo que no he visto la estación.
Aun así no le repliqué nada a mi interlocutor. Comienzo a sospechar que es una persona muy negativa.
Otra vez al dejarlo me quedé con ese aire de intriga, como la primera vez que hablamos.
V
La idea de ir al pueblo y comprar un pasaje de tren me persiguió durante todo el día, así que decidí ir a la estación. Pasear en ferrocarril por la campiña era una opción muy tentadora.
El pueblo no queda muy lejos, serán unas quince cuadras más o menos, así que subía mi bicicleta y partí.
Hacía mucho que no usaba la bicicleta, por lo que la experiencia me pareció liberadora. Sentir como el aire se deslizaba por mi cabello me hizo recordar sensaciones olvidadas, recuerdos de días llenos de sol.
El pueblo no tenía encanto alguno. Era un puñado de casas alrededor de la estación. Muy pulcro y ordenado, típico poblado de gringo de las pampas.
Al llegar a la estación veo que la boletería está cerrada.
-¡Qué mala suerte!- pensé.
Detrás de la ventanilla, aun estando a oscuras podía verse el orden en la oficina.
Una serie de cuadros de paisajes recorridos por trenes decoraban las paredes prolijamente pintadas.
Decidí esperar un rato. Aparqué mi bicicleta y recorrí el edificio.
A mi derecha se extendía la vía, ondulante con sus ramificaciones similares a arterias de metal.
A mi izquierda, la estación yerma, dormida. Una amplia galería cubría el andén y algunos negocios se desparramaban –ordenadamente, claro- por el lugar.
Lo que me pareció extraño es que todo estaba cerrado, y ni siquiera pude ver algún cartel con los horarios de atención de la boletería o de los viajes del tren.
Malhumorada, tomé la bicicleta y me fui. El mal genio se fue disipando mientras recorría el pueblito.
Es un poco complicado de entender la sensación que tuve al transitar sus calles, ya que si bien todo estaba meticulosamente acomodado, limpio y acicalado, el lugar despedía una energía lúgubre, indescriptible.
Pasé por un café, que estaba abierto. Entré dispuesta a tomarme una taza de humeante cappuccino.
Fui recibida por una muchacha, la moza. Seria y pulcra, igual que el pueblo. Su peinado tirante hacía juego con su rigidez motora.
-Buenas tardes. ¿Qué se va a servir?- me preguntó con una voz que se oyó casi como un exhalo.
Un cappuccino con una porción de torta de chocolate. Respondí.
-Enseguida se lo traigo, con permiso.
Y se alejó dejando una estela de mecanicismo en el aire.
Cuando volvió con el pedido le pregunté:
-¿Sabes por qué está cerrada la boletería del ferrocarril?
-Es lo lógico- me respondió.
La estación no se usa más que como alquiler de algunos negocios que venden artículos menores.
¿Y si quiero tomar el tren, donde puedo abordarlo?
-Eso no lo sé, señora, el tren nunca para por aquí cerca. Hace años que lo veo pasar, zumbando por las chirriantes vías, pero no sé ni de dónde viene ni hacia donde va.
-Bueno, gracias de todos modos. –Contesté.
Terminé el café achocolatado, lo pagué y partí hacia casa otra vez.
El camino de vuelta me pareció más corto, eso tal vez fue por las ansias de llegar.
VI
Los árboles que planté (o trasplanté) se murieron todos, lo descubrí ayer en una inspección al jardín.
Ese no fue mi único hallazgo del día, no sé como pero el arreglo que hice en el techo no duró. Al despertar me di cuenta que los ladrillos nuevos habían desaparecido.
Al principio me alarmé bastante, pero luego recordé las palabras del señor negatividad: “Nadie puede plantar nada, los árboles ya están puestos”. Si bien no se relacionaba de manera directa con el tema del techo, no sé por qué sus palabras hicieron eco en mi mente.
De repente sentí una pulsión, una necesidad imperante de saber más. Era evidente que el James Dean pueblerino sabía mucho más de lo que manifestaba y yo no me quedaría sin esa información. Necesitaba saber.
Me dispuse a hacerle una visita a su casa, verde con rejas negras, y ni bien crucé la esquina, siento unos pasos detrás de mí. Era Jarcia que me interceptó llena de espanto.
-¡Eduardo desapareció!- me dijo entre sollozos.
En sus ojos negros como espacio sideral, brillaban andromedanos reflejos.
-¿Cómo que desapareció?-pregunto angustiada.
-Fue muy raro y rápido todo, estaba en su habitación y cuando lo llamé para almorzar no estaba.
La mujer lloraba de una manera que partía el corazón. Ancha como una vaca madre clamando por su ternerito, si alguien ha presenciado esa escena alguna vez sabrá de lo que hablo.
-Tranquila, vamos a buscarlo, no se debe haber ido muy lejos…-le dije.
Salimos juntas y revisamos cada lugar donde pensábamos que podría estar el niño.
Antares fue de mucha ayuda, él nos guió hasta un claro en el monte, cerca de las vías. Revisando el área encontramos la camiseta que llevaba puesta.
Jarcia la tomó entre sus manos y lloró amargamente, sintiendo la suavidad de la prenda en su rostro. Creo que inconscientemente sabía que su pérdida sería permanente.
Los días fueron pasando y mi desgano era muy fuerte. Algunas mañanas hasta el hecho de levantarme de la cama significaba un reto. Nada era como antes.
Parecía ser que toda la magia del lugar se hubiese evaporado junto con Eduardo.
Para colmo de males, luego de arreglar el techo por segunda vez, cuestión que hizo que me olvidara un poco de la tristeza, la morbosa sonrisa desdentada volvió a aparecer llevándose los bloques nuevos. ¡Esto es el colmo!
Decidí ir a lo del señor negativo otra vez, y esta vez nadie me detendría.
¿Qué clase de lugar es este?
¡Los árboles que uno planta se mueren, los arreglos se vuelven nada, los niños desaparecen! ¿Qué era esto?
Sin tardar llegué a la casa verde de rejas negras. Al no haber timbres ni campanas, me anuncié golpeando las palmas. Nadie respondió. Entré al jardín, abriendo el chirriante portón de rejas negras y sin demora golpeé la maciza puerta con mis nudillos. Al hacer esto me di cuenta que estaba abierta. Un aire fresco chocó mi cara. Decidí esperar un poco y luego de varias veces de llamar, sin pensarlo más me encaramé y empujando la pesada hoja entré.
Ni bien terminé de cruzar el umbral, las paredes crujieron y en el piso se abrió un hueco que como un vórtice empezó a tragarse todo, las paredes colapsaron junto con el techo y en este mar caótico fui arrastrada hacia la inconmensurable oscuridad.
No sé cuánto tiempo reinó la oscuridad. A caída parecía eterna. Por momentos me sumía en la inconsciencia, por otros el terror se apoderaba de mi mente, e intentaba gritar, pero mis cuerdas vocales parecían censuradas por alguna fuerza que desconozco.
En mis pocos momentos de lucidez empecé a temer la caída, es decir, el instante del impacto. Aunque a decir verdad no podía precisar la velocidad a la cual mi cuerpo caía (¿caía?), ya que el tiempo parecía diluirse como una gota de pintura en el océano, y el espacio hacía mucho que me había abandonado.
Una vez más la inconsciencia se hizo presente.
VII
Poco a poco mis párpados se movieron y la luz llegó mis ojos. La sentí como alfileres penetrando mis córneas.
-¡Doctor, doctor!, ¡La paciente Nº 4 presenta reacciones motrices!
Que estridente sonó esa voz femenina, me sentí mareada, aturdida.
Al cabo de unos segundos oí que una puerta se abría y un hombre alto entraba en la sala.
-Señorita (…….), ¿Cómo se siente? Hemos esperado mucho por usted- dijo el recién llegado, con un extraño acento.
Y mientras hablaba, con una pequeña linterna iluminaba mis ojos y revisaba mis reflejos.
-¿Esperado? ¿Dónde estoy? ¿Quién es usted?-y en el mismo momento que proferí esas preguntas, alcancé a leer el nombre del médico en su guardapolvo. Allí, en su pulcro uniforme, ostentaba con letras grandes y oscuras: Dr. BRISTOL.
-Usted está en el Hospital de la Costa, ingresó hace seis meses, no lo recuerda, ¿verdad? Bueno, no se preocupe, poco a poco ira recuperando sus recuerdos.
-¡Seis meses! ¿Cómo llegué hasta acá?
-Tranquila, poco a poco iremos charlando del “suceso”, por ahora no puedo decirle más.
-Me alegra tenerla de vuelta- Culminó, tomando mi mano entre las suyas, y sin decir más, salió de la habitación llamando a la enfermera. Por el vidrio de la puerta pude ver que hablaban y ella volteaba a verme cada tanto, por lo cual era evidente que hablaban de mí y no querían que yo oiga lo que decían.
La enfermera volvió a entrar y vio que mi suero estaba casi vacío. Yo traté de interrogarla, pero ella hábilmente cambiaba de tema, y ni bien terminó de colocar una nueva bolsita de suero, salió balbuceando apenas un saludo.
En ese momento me quedé sola y tuve la oportunidad por primera vez de observar detenidamente la habitación donde estaba.
Las paredes pintadas de un blanco glacial, contrastaban con el negro de las aberturas. El lugar era algo reducido, había dos camas, la mía y otra que estaba vacía. Las sabanas de un blanco inmaculado parecían nuevas. Había varios aparatos, de algunos adiviné su función, como el respirador, pero otros eran un enigma para mí. De igual manera, yo solo estaba conectada a un suero.
De repente, unos pasos cerca de la puerta llamaron mi atención.
Una señora de edad avanzó por la habitación sollozando mi nombre y dado gracias a los cielos. Era Mirta, la mujer de mi papá.
Me abrazó y por primera vez pude ser consciente de mis heridas físicas, ya que un dolor agudo se esparció por mi pecho y torso.
-¡Perdón hija! ¡Por la emoción que tengo olvidé tus costillas rotas!
¿Costillas rotas? Pregunté
-Claro, pero no puedo decirte mucho, el medico te explicará más tarde.
¿Cómo estás?
-Bien, bien. ¡Ah! ¿No sabe si encontraron al chico que se perdió? Eduardo.
-¿Qué chico? No, no sé qué chico, pero ahora dormí un ratito. ¡Enfermera!, venga que creo que está con dolores.
-¡Estoy bien! Protesté, pero la enfermera rápidamente me inyectó un líquido transparente y poco a poco el sopor se apoderó de mí.
VIII
Los narcóticos sueños que tuve fueron impactantes y me dejaron más perpleja aún.
Veía un oxidado tren alejarse del andén de una estación en ruinas. Como en cámara lenta volaban papeles y alcanzo a ver lo que uno de ellos decía con el rabillo del ojo: Mi nombre en letras rojas bien grandes. Sin pensarlo estiro mi brazo y lo tomo. Alcanzo a ver mi nombre bien claro, y que hay más cosas escritas, pero no logro leerlas, ya que mientras avanzo con la vista se difuminan hasta convertirse en un borrón rojo. De repente escucho el grito de una mujer, volteo en dirección al sonido y veo a un hombre precipitarse hacia la vía por donde el tren oxidado que acababa de salir hace unos instantes volvía con velocidad impasible. Quedo petrificada al ver que la mole de frio acero impacta contra ese pobre infeliz como si fuera una bolsa de papas. Corro y cuando el tren se aleja titubeo si ver o no los vestigios del accidente, al final decido bajar a inspeccionar. Un saco color marrón con parches en los codos y un pantalón azul de jean es lo que primero atino a ver, para mi sorpresa no había ni una gota de sangre, en su lugar había un desparramo de papas por doquier, algunas ilesas, otras aplastadas.
Desperté un poco atontada, pero inmediatamente recordé mi situación hospitalaria. Dirigí mi mirada hacia la ventana, mi único contacto con el exterior, y veo un árbol balancear suavemente sus ramas peladas, parece ser que estamos en otoño.
Durante todo el día estuve sola, pensando, mejor dicho tratando de pensar, interrumpida por la enfermera que cada cierta cantidad de horas que no pude precisar, aparecía y me cambiaba el suero.
Esa noche pude dormir si necesidad de calmantes, empecé a concebir en mi mente la idea de que sea lo que sea que me haya pasado, necesitaba reponerme y sobreponerme a esta situación, y que en algún momento todo se aclararía. En otras palabras decidí no forzarme a recordar y tratar de mantenerme lo más lúcida posible, por ello trataba de que no me dieran tantos calmantes, ya que sus efectos no eran muy buenos para mi psiquis.
IX
Tengo sueños –o más bien pesadillas- recurrentes. Un elemento en particular se repite: el tren.
Sigo preguntando diariamente por Eduardo, y siempre obtengo la misma respuesta: Eduardo no existe.
Hoy por la tarde vendrá a verme un psicólogo, para que empecemos a hablar del “Suceso” por el cual estoy internada. Físicamente me encuentro mucho mejor, mis costillas estás casi sanas, por lo que ya puedo levantarme de la cama y realizar tareas mínimas, como el aseo personal por ejemplo.
Mirta me visita todos los días. Siempre me trae algo rico para comer, aludiendo que la comida hospitalaria es bastante mala, cosa que a mi pensar no es tan así. Aún no recuerdo como era mi relación con esta mujer. Intento analizarla, pero no logro averiguar mucho más de lo que deja ver: una mujer sencilla, parca y sin mucha gracia. Tal vez la situación me obliga a pensar así, a lo mejor es una persona mucho más interesante de lo que se ve en la superficie, no lo sé.
Luego de varias sesiones con el psicólogo, debo decir que me siento frustrada. Según este especialista, mi caso es mucho mas complejo de lo que él esperaba, y por lo visto “mi inconsciente se resiste a quitar los velos que cubren mis recuerdos recientes, relacionados al Suceso”. En otras palabras, parece que un manto de niebla ha cubierto ese espacio de tiempo donde tuvo lugar el incidente que me dejó en coma en un hospital.
Obviamente la gente de mi alrededor sabe que es lo que pasó, pero por orden estricta de los médicos, tienen prohibido comentar lo sucedido conmigo. Dicen que mostrarme en crudo lo que pasó, sería demasiado para mi y que empeoraría mi salud mental. Esta situación empieza a enfadarme.
Recuerdo mi nombre, recuerdo mi profesión, detalles de mi infancia, el abandono de mi madre...
Pero no logro recordar lo que pasó meses atrás, y no comprendo porque mi padre no se ha hecho presente. Mirta me dijo que está en el extranjero, en un viaje de negocios. ¿Negocios? Mi padre es granjero, un hombre tranquilo y sin preocupaciones más que ver crecer sus hortalizas. Cuando inquirí en dicho asunto, Mirta me comentó que sus plantaciones de verduras orgánicas habían ganado gran importancia en el último tiempo, tanto que mi anciano padre se había convertido en una especie de magnate de la lechuga orgánica.
Si algo tengo desarrollado es la intuición, y algo me decía que no podía confiar en nadie, ni siquiera en Mirta. Tanto tiempo internada y papá viajando por ahí sin venir a ver a su única hija... Algo no cuadra.
X
Mi sensación acerca de lo ocurrido es bastante confusa. Para mí el tiempo no se detuvo, sino que transcurrió en una línea temporal diferente. Es complejo de entender, y más aún de explicar.
Las clases comienzan hoy y con mi habitual sentido de independencia decidí empezar a trabajar.
Llegué temprano como es mi costumbre. Saludé tímidamente pero mi presencia no pasó inadvertida.
Cuando sonó el timbre y entré al salón de clases una extraña sensación invadió mi cuerpo. Una mezcla de nostalgia y expectativa por el nuevo comienzo.
El aula, aún vacía me dio una cálida bienvenida ¿O es que el sentimentalismo se estaba apoderando de mí?
Sobre el escritorio de madera se hallaba la lista de alumnos. La leo casi sin prestar atención, hasta que un nombre me hace volver. Eduardo G... ¡Eduardo!
En ese preciso instante entra la preceptora con un chico de unos trece años de edad.
¡Eduardo! Exclamo.
El me mira y se sorprende, acto seguido salta a mis brazos y me dice:
-¡Te extrañé mucho!
La preceptora, anonadada ante el cuadro que acaba de ver, pregunta:
-¿Ya se conocían?
A lo que Edy responde:
-Si, claro que si. Ella es el ángel que me enseña inglés.
Sus palabras generaron en mí una especie de sinapsis masiva. Sentí como me invadía una columna de energía, y los recuerdos, todos esos recuerdos reprimidos, borrados por el dolor se hicieron tangibles.
En un abrir y cerrar de ojos, con la velocidad de un rayo mi cerebro pudo unir a través de un solido puente ambas orillas de esa laguna mental.
XI
Era un soleado día de plena primavera, a la vera de la vía, el paisaje boscoso se extendía como salido de un cuento de esos que cuentan las abuelas. El tren avanzaba por tramos lento, por tramos a velocidades increíbles. En el vagón de la cafetería se percibía el dulce olor a chocolate y panificados de las más variopintas clases. Varias parejas tomadas de las manos observaban el paisaje, mientras niños jugaban y cantaban alegres. Esta escena me animaba un poco, haciéndome olvidar por un momento el motivo de mi viaje: el aniversario de la muerte de mi padre. Aunque habían pasado cinco años de su muerte, esta fecha nos acongojaba tanto a mí como a mi madrastra, con quién mi relación no era la mejor, pero la distancia y las circunstancias habían ayudado a limar asperezas de otros tiempos.
Estábamos por cruzar un ancho río por un viejo puente de hierro casi tan añejo como la historia ferroviaria en este país. Varios metros allá abajo, los habitantes del agua pululaban sin preocupaciones.
Aunque este día iba a quedar grabado en la memoria de las anguilas y rayas de río.
El tren había cruzado tres cuartas partes del puente, cuando un chirrido espantoso lastimó nuestros tímpanos. Casi como si de un juguete se tratara, la locomotora con vagones, pasajeros y todo se precipitó hacia el abismo. Muchas vidas quedaron empantanadas en el lecho del río, llegando algunos cuerpos a la sagrada comunión con el ecosistema fluvial.
Tuve la suerte de poder liberarme de los retorcidos metales y restos de la máquina antes de que ésta se hundiera del todo. Sobreviví aferrándome con toda mi alma a un pedazo de madera que era parte del recubrimiento interior de algún vagón.
En el techo del vehículo pude ver como un niño tiraba del cuerpo sin vida de quien parecía ser su madre. Sin vacilar, como pude me acerqué y tomé al chico en brazos, le pregunté su nombre. Se llamaba Eduardo. En medio de la conversación, extraña, cargada de llantos y mocos, la locomotora terminó de hundirse, arrastrando al chico y a mí a la morada de los peces.